El autobús está repleto de gente chillona; unas mujeres vestidas de chulapas llaman la atención de todos, con sus claveles y sus mantones. Al llegar a la parada del ambulatorio se baja mucha gente y consigo sentarme al lado de una señora que se abanica y de paso, a mí. Eso es un chollo cuando hace calor.
Al llegar al centro, camino por las calles buscando una sombra, al contrario que todos los turistas que hacen fotos al Teatro Real, colorados como gambas a la plancha, en grupos.
Quiero entrar en la cripta de la catedral, y me encuentro que hay que pagar dos euros para ver la cripta iluminada. ¿Para qué quiero verla iluminada, si a mí me gusta verla con poca gente, en penumbra, con la única luz de las velas? Me voy, contrariada. Así no se puede estar en un lugar tranquilo y silencioso.
Después de pasear por los pocos lugares a la sombra que encuentro, vuelvo al autobús y me alegro de que haya poca gente. Cierro los ojos y de pronto se sube el mismo grupo de señoras vestidas de chulapas. Qué casualidad. Y con ellas la versión femenina del Gañán de La Hora Chanante. No deja de parlotear sobre las ricuras de su nietecito que a mí me importan un pepino.
Sueño con el silencio. Me horrorizan los gritos, de hecho, yo casi nunca grito, ni siquiera cuando estoy cabreadísima. Me imagino que estoy en Praga, para alejarme mentalmente de esos berridos de gallinero. Mi hermana me ha dicho que Praga sería mi ciudad ideal, y yo sueño con ir allí, a ver el puente. Algún día iré... es uno de mis deseos.
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