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domingo, 15 de noviembre de 2020

Cinematógrafo (relato)



La oscuridad de la sala contrastaba con la luz de aquella mañana de mayo. Las paredes estaban cubiertas por grandes cortinas negras, salvo una, cubierta con lienzo blanco. Varias filas de sillas habían sido dispuestas ante aquella tela nívea y detrás, en el centro, una especie de caja, sustentada sobre un trípode, parecía ser el proyector de las fotografías en movimiento de las que nos habían hablado. Por mucho que lo pensara, no podía imaginar que una simple fotografía, como todas las que había visto en mi vida, pudiera moverse. Me parecía una quimera. Pero yo no era el único periodista al que habían encargado escribir sobre el invento del que tanto se hablaba, el cinematógrafo. Si ese ingenio de los hermanos Lumière tenía éxito hoy, los demás madrileños podrían contemplar con sus propios ojos aquella novedad. 

Si lo pensaba bien, yo era un privilegiado, porque iba a presenciar, junto a ilustres invitados, como el Embajador de Francia, el estreno, en el Hotel Rusia. No era como escribir la crónica del hallazgo de un cuerpo junto al Manzanares, el paso del ganado por la Cañada Real o el robo en el colmado de la esquina. Tal vez era cierto lo que se decía sobre ese invento que permitía ver fotografías en movimiento, y aunque yo era escéptico, mi profesión me obligaba a mantener la curiosidad ante cualquier acontecimiento. Eso es lo que me había llevado a buscar un trabajo en un periódico...

El hotel Rusia era un lugar distinguido para tan insólito acontecimiento; no era un teatro, pero Monsieur Alexandre Promio se había tomado muchas molestias para que todo fuera un éxito, alquilando aquella sala y todas las sillas necesarias para acomodar a todos los testigos de la exhibición. Saludé a mis compañeros de profesión con un gesto. Nos habían acomodado en la sala, inusualmente oscura, para poder dar testimonio de la primera proyección del cinematógrafo. Me pareció adivinar en sus caras la misma confusión que yo mismo sentía, ocupando una silla de la última fila, mientras los invitados más ilustres ocupaban las primeras, envuelto todo en esos cortinajes negros y pesados, en contraposición con el lienzo blanco. 

Estaba preguntándome cuándo empezaría el evento, cuando apagaron las luces y un sonido me sorprendió. Miré hacia atrás y el aparato del que iban a salir las fotografías en movimiento, se iluminó y un hombre movía una manivela. Esa luz, en la que flotaba el polvo, me hipnotizó por un momento y cuando miré hacia el lienzo blanco, no pude reprimir una exclamación de sorpresa, con la imagen de un tren. Se movía, realmente se movía... A mi alrededor todo eran expresiones como "es imposible, no puede ser", otros se mantenían en silencio, con la boca abierta, sin poder dejar de mirar esas imágenes tan reales, intentando decidir si estaban soñando o no, y todos intentábamos mantener la compostura, resistiendo la tentación de acercarnos a las imágenes que se proyectaban ante nosotros. Hombre y mujeres caminaban muy deprisa, junto al tren, que se había detenido. Eran tan reales, solo que en blanco y negro. Después pudimos contemplar el mar, desde una sala, en Madrid. Era algo inaudito ver el movimiento de las olas. Yo solo había estado una vez en la orilla del mar y recuerdo que me llamó la atención el olor y el sonido, que me resultó relajante. Ahora no necesitaba viajar para verlo. Quién sabe cuántas cosas más podrían hacer con ese invento, que me estaba resultando fascinante. 

No era el único que miraba fijamente la pantalla; los comentarios eran elogiosos y las exclamaciones se sucedían, según iban cambiando los cuadros, del paseo por el mar a la Avenida de los Campos Elíseos, como explicó M. Alexandre Promio, o el concurso hípico. Aquello era una maravilla que jamás me imaginé que pudiera existir. La luz del proyector devolvía esas imágenes en movimiento, con el sonido de la manivela, tan hipnotizantes, tan parecidas a un simple hechizo, pero que venían encerradas en esa caja de madera. ¿Cómo se les habría ocurrido a esos Lumière? 

Me costó salir de ese estado de fascinación y ensimismamiento, pero cuando conseguí despegar la mirada de la pantalla, me giré para volver a mirar ese invento prodigioso. El trabajo incansable de quien manejaba el proyector me pareció tan valioso como el descubrimiento de ese tren entrando en la estación, las olas del mar, o esas personas que habíamos visto caminar, ante nuestros ojos, a un paso más rápido del normal. A saber si este invento tendrá éxito en los años venideros, o si quedará en el olvido...


Agradezco a Javier Lucas Domingo, del maravilloso blog https://www.revivemadrid.com por la inspiración que su artículo sobre el cinematógrafo me dio para escribir este relato.  

Amalia N. Sánchez Valle


martes, 7 de julio de 2020

Ennio Morricone: El hombre que dominaba el viento

El viento, siempre el viento... Aquel niño romano que aprendió a tocar la trompeta y soñaba con componer música, jamás habría imaginado que iba a definir cómo debía sonar un duelo de miradas en un spaguetti western, y que conseguiría que incluso los no aficionados a ese género cinematográfico quisieran escuchar una y otra vez esa descripción hecha por él de un momento dramático, con el sonido de la trompeta cortando el aire de aquella escena. Y mientras el ritmo de la música se aceleraba, la cámara enfocaba la mirada de Clint Eastwood, luego la de Eli Wallach y la de Lee Van Cleef, y vuelta a empezar... La cámara parecía seguir el ritmo marcado por la trompeta, girando una y otra vez, de forma vertiginosa, hasta culminar con un disparo. La voz del viento, a través del metal de la trompeta era el personaje invisible en ese duelo.






Ese maestro no podía imaginar la legión de admiradores que crecimos con su música, escuchando el viento con los sonidos que él creaba en su mente, traducidos en partituras. Yo tenía ocho años cuando descubrí que Marco Polo, saliendo desde Venecia, viajó al Extremo Oriente, con su padre y su tío. Y ese descubrimiento iba acompañado del sonido de la flauta, que con su voz delicada contaba una historia de amor, arropada por los coros y las cuerdas, que sublimaban la música de aquella banda sonora con la que crecí, que después pasaba a las percusiones, y volvía con las cuerdas y el viento, siempre el viento. Fagots, trompetas (siempre presentes), coros... Porque la voz humana no deja de ser otra manifestación del viento que él amaba. Coros que tocaban mi fibra sensible de precoz melómana y que yo soñaba con imitar, con mi voz de niña.






Mi viaje no terminó allí, porque siempre volvía a Marco Polo, una y otra vez, en tardes solitarias, de adolescente tímida, con aquel vinilo que compraron mis padres, como una joya, mientras leía. Poco a poco aprendí a descubrirle en cada banda sonora que acompañaba a una película. Reconocía sus claves, su admiración por la voz y por los instrumentos de viento, acompañados por los de cuerda, que en algunas ocasiones iban ganando más importancia. Unos niños de los bajos fondos, que crecen conviertiéndose en mafiosos, un amor lleno de candor, que con los años se torna en asco y desprecio, con el rostro de Deborah frente al espejo, mientras Noodles la contempla y sabe que todo es culpa suya...  






Y el viento, una vez más, convertido en la flauta, la trompeta, la armónica, el oboe, el saxofón, las trompas, acompañadas de una delicada melodía de una caja de música, que nos llevan por una historia de persecución del incansable Eliot Ness, en defensa de la Ley Seca. Una historia de amistad, de determinación y de pérdida, que a la vez me evoca la energía  de unos hombres dispuestos a luchar hasta el final y me emociona...







Y de aquí, a la apoteosis del viento en todas sus manifestaciones, en una banda sonora que lleva los coros a un nivel superior, junto al fagot, la flauta, el oboe, que tiene su pieza clave... Un escalofrío recorre mi piel cuando la escucho, y recuerdo las veces que la escuché en casa de mis padres. Todos los instrumentos, en una partitura grandiosa y que inexplicablemente no ganó el Oscar. Cazurros... 





Nunca dejaré de escuchar la música de Ennio Morricone, por muchos años que pasen y ya esté en compañía de otros genios que nos dejaron antes que él. Nunca podré escuchar un coro de sus bandas sonoras sin intentar cantar, ni podré dejar de admirar a esos músicos que se enfrentan a los instrumentos de viento, con valentía y pasión, como hizo él, siendo un niño. Un soñador que me ha acompañado toda mi vida de cinéfila, en los buenos y en los malos momentos, en los enamoramientos, en las rupturas, en el paso de los años, desde la infancia hasta ahora, que evoco el descubrimiento de su música, en la forma en la que dominaba los instrumentos de viento, como buen trompetista. Como un genio que creció sin imaginar que a día de hoy, al conocer su muerte, muchos nos hemos sentido tristes y huérfanos de esa maestría, por mucho que quede su obra, porque ya no nos volverá a regalar una obra maestra más... Somos como aquel niño, Salvatore, que crece en un pueblo en el que todo su mundo es el cine, y por mucho que hayamos crecido, siempre, siempre, estarán las películas que nos enamoraron, y la música creada por Ennio Morricone, el hombre que dominaba el viento... Hasta siempre, maestro, su música jamás morirá, y permanecerá en nuestra memoria, emocionándonos, sacándonos una sonrisa o una lágrima por una historia de amor frustrado, como en Cinema Paradiso. 







Amalia N. Sánchez Valle