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jueves, 1 de mayo de 2008

Tarde de domingo

Se sentó en un sillón, intentando esconderse detrás del libro que tenía en las manos; le dolía la cabeza por los gritos que cruzaban el salón, de una pared a otra, que retumbaban en los muebles y en los cristales de las ventanas. Cada facción se atrincheraba tras la botella de Trinaranjus. Hacía calor; la calefacción estaba demasiado alta y ella sintió que su rostro, congestionado, ardía más que los radiadores. Resopló y sintió que necesitaba salir de allí; a su alrededor nadie la miraba, estaban demasiado enfrascados en una discusión banal que a ella no le interesaba ni lo más mínimo.

Se levantó y trató de cruzar el salón, colándose entre las sillas, que casi tocaban el sofá, sin espacio suficiente. Alcanzó la puerta de cristal y salió, sintiéndose libre por un momento. El corazón le latía con fuerza y los oídos le zumbaban con las voces estridentes de sus familiares. Atravesó el pasillo hasta la habitación del piano, que estaba con la luz apagada; ahí debía encontrar la paz, o al menos su cerebro descansaría por un rato.

Se acercó a la ventana a oscuras, dejándose guiar por el resplandor de las farolas que entraba a través de los cristales. Quería salir a la calle, respirar el aire fresco y dejar que la brisa nocturna acariciara su rostro, pero sobre todo, quería encontrarse en silencio. Llevaba años celebrando cumpleaños, santos, fiestas de todo tipo con su familia, había pasado allí mucho domingos, desde que nació y se sentía prisionera de esa repetición de situaciones que nunca tenían fin. Echaba de menos el verdadero cariño, los besos auténticos, sin esa carga de envidias, aburrimiento, malos entendidos y rencores que se habían instalado allí. Ya todo eran miradas de soslayo, sonrisas hipócritas y besos que se daban sin rozarse las mejillas. Y todavía se extrañaban de que no quisiera ir a esas reuniones...

¿Dónde se había perdido todo lo bueno? ¿En qué momento habían cambiado los sentimientos? Se sintió vacía.






















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