“Nesperennub, despierta y contempla mi rostro, soy Anubis, el Señor de todas las Necrópolis, vengo a llevarte ante el Tribunal de Osiris, para que juzgue tus actos. Tu alma ya ha volado, como un pájaro y tu cuerpo será embalsamado, para que mores para siempre junto a los dioses, si eres digno de ello, si no, te espera la segunda muerte, devorado por Ammit. Levanta, sígueme.”
El sacerdote descubrió que ya no le dolía la cabeza, por primera vez en varios días, desde que se la golpeó en una caída accidental. Lo último que recordaba era que tras el golpe se le nubló la vista; a su alrededor se escuchaban voces que le eran familiares, susurrantes. Los otros sacerdotes de Konshu, el dios de la luna, se arremolinaron a su alrededor y decidieron avisar a un médico. Después de escuchar eso, se desmayó.
Cuando volvió en sí, intentó moverse; alguien a quien no podía ver, le sujetaba por los hombros y le colocaba una tira de grueso cuero entre los dientes, después de hacerle beber algo que le atontó. ¿Qué le ocurría, por qué sentía una terrible presión en el cráneo, y después tenía sensaciones raras, de cosquilleos en los miembros, movimientos involuntarios de los dedos y sus ideas se iban haciendo confusas? No recordaba de repente su nombre ni sabía donde estaba.
Después de la trepanación, al abrir los ojos distinguió algunas luces y un rostro borroso junto a él; le daba de beber y le arreglaba el vendaje. Intentó hablar, pero no fue capaz de ordenar las palabras en su mente. El dolor seguía allí, agudo, embotando sus sentidos; dormía a ratos, pero no encontraba el descanso. Los otros sacerdotes susurraban palabras que no podía entender. Intentó recordar los nombres de sus padres, su vida, y no lo consiguió. Lloró y gimió, provocando que unas manos suaves le acariciaran el rostro. Él no quería eso, sino dejar de sufrir de una vez.
De pronto ya no podía respirar; el pecho le dolió, como si unas garras se le clavaran en el corazón y se convulsionó. Perdió completamente el control de sí mismo, aunque le sujetaron. A su alrededor todo fue confusión, hasta que todo acabó.
El ba se desembarazó de su cuerpo mortal y salió al escuchar la voz de Anubis, que le tendía una mano, mientras su ka se quedaba con el difunto Nesperennub. “El cuerpo es un lastre”, pensó su ba. Siguió a Anubis por un pasillo formado por columnas con capiteles de papiros, ricamente adornadas por jeroglíficos y el suelo, dorado, brillaba más que el reflejo del sol en las arenas del desierto. La cabeza de chacal de Anubis le servía de guía en ese corredor, iluminado por antorchas.
Pronunció el Himno a Osiris, como decía el Libro de los Muertos y recordó las enseñanzas en el templo. Mientras caminaban para encontrarse ante Osiris y el resto de los dioses, una preocupación asaltó al ba de Nesperennub; si quería morar con los dioses y que todas las partes de su espíritu se unieran de nuevo, tenían que embalsamarle. Se preguntó si sus compañeros, los sacerdotes de su templo se harían cargo de su cuerpo, si su familia lo sabría. De pronto recordó los nombres de sus padres y de su difunto hermano, que ya había pasado por el juicio de Osiris. “Ojala fuera favorable”, pensó.
Y una preocupación se apoderó de él cuando llegaron a un gran salón de suelo de laspislázuli y oro, con estatuas y columnas policromas que parecían alzarse hasta el cielo. En el centro, sobre un trono elevado, se sentaba el Gran Dios, Osiris, contemplándole con su rostro verdoso, que contrastaba con el blanco vendaje. Estaba muerto, como él, pero era el juez de todos los corazones mortales. Sobre su cabeza llevaba la corona y en sus manos, el callado y el látigo. “Estoy ante El que Continúa Siendo Perfecto”, pensó Nesperennub, postrándose ante él, sin que Anubis se lo indicara. Sabía que Osiris era el juez supremo y que de él dependía todo.
El dios con cabeza de chacal se hizo a un lado y presentó al ba de Nesperennub, que no se atrevía a contemplar el rostro del dios difunto, tan poderoso era. La voz atronadora de Osiris reclamó que contestara a las preguntas de los dioses; el sacerdote recordó las historias que le habían contado sobre el Juicio de Osiris y asintió con la cabeza. Miró de soslayo a Anubis, que colocaba su corazón en un platillo de la balanza y supo que dependía de sí mismo para que las culpas no le hicieran perder el favor de los dioses; en función de sus respuestas, la balanza se inclinaría en su favor, o haría que su corazón pesara demasiado, condenándole a la segunda muerte.
Una voz femenina pronunció su nombre y él no pudo evitar mirar el rostro de Isis, que se sentaba junto a su esposo, Osiris. Era mucho más bella de como él la había imaginado. Él respondió a las preguntas que le formuló Isis, mientras colocaban la pluma de Maat en el otro platillo de la balanza. Después, con voz temblorosa, Nesperennub, volvió a pronunciar otra oración del Libro de los Muertos.
“No he cometido iniquidad respecto de los hombres; no he matado a ninguno de mis parientes; no he mentido en lugar de decir la verdad; no tengo conciencia de ninguna traición; no he hecho mal alguno; a nadie he causado sufrimiento; no he sustraído las ofrendas a los dioses...”
Esperó, mirando hacia el suelo, temblando; imaginaba lo terrible que sería enfrentarse a la segunda muerte, con su corazón en las fauces de Ammit. Si eso ocurriera, ¿qué pensarían sus padres de él? Les deshonraría, mancharía su nombre para siempre. Les había dejado para convertirse en sacerdote de Konshu, siendo muy joven, y no había podido despedirse de ellos. Ya era demasiado tarde.
El escriba, que había escuchado atentamente las preguntas de los dioses y las respuestas de Nesperennub, entregó a Osiris el papiro en el que lo había escrito todo; el sacerdote recordó su vida en pocos segundos, consciente de que estaba a punto de escuchar el veredicto. “Gran Señor, no he sido perfecto, pero nunca he intentado dañar a nadie”, pensó. “He tratado de servir fielmente a Konshu, a mi templo, a mis compañeros, he seguido fielmente las reglas de los sacerdotes, me he despojado de mis cabellos cada día, os he venerado a todos los dioses y he hecho todas las ofrendas. No me condenéis a morir una vez más, dejadme ser inmortal, para seguir sirviéndoos.”
La voz de Osiris rompió el ensimismamiento del sacerdote, que sintió que sus miembros temblaban aun más. “Levanta, Nesperennub, y escucha mi veredicto, que es inapelable. Has respondido las preguntas de los dioses y hemos pesado tu corazón; solo tú, con tu vida mortal has inclinado los platillos de la balanza, y el resultado es favorable. Viajarás al Aaru, donde morarás con nosotros, en un campo eternamente fértil. Emprenderás el viaje, pero has de saber que no será sencillo.”
Nesperennub se sintió feliz y recordó que ahora dependía de las oraciones de sus parientes y amigos; mientras emprendiera ese viaje, recordaría su vida, sus primeros pasos sobre la tierra y también a su familia. Se llevaría esas experiencias para siempre.
Selene