Un año después, alguien le contó la noticia; una pareja había comprado la casa. Ella pensaba que se sentiría aliviada cuando eso ocurriera, pero no fue así. Le vinieron a la mente todos los recuerdos de golpe, la terrible discusión que hubo, del que habían quedado los ecos encerrados entre esas paredes, y que habían solapado a los cumpleaños y las tardes en las que su abuelo le contaba cosas sobre ópera. La familia estaba rota sin remedio desde entonces.
Apenas quedaban rastros de los días en los que su hermana y ella jugaban y se escondían en la habitación del piano, para sentarse en los sillones a mirar álbumes de fotos. Todo lo bueno había quedado sepultado por los gritos y las palabras gruesas, por la frialdad y la falta de cariño; la envidia les había robado a alguien que había sido muy querido, transformándole en un desconocido.
La última vez que vio la casa, antes de despedirse para siempre, lloró en silencio, a solas, en la habitación de sus abuelos. Se asomó por la ventana y contempló las vistas de la Casa de Campo y de la Sierra que siempre le habían gustado, y que sabía que echaría de menos, recogió los últimos objetos que quedaban y recorrió las habitaciones por última vez, despidiéndose de la niña que había sido, y que ya no volvería. Le dijo adiós con la mano a esa parte de ella que había muerto y vio con una indiferencia fingida cómo su madre cerraba la puerta con llave, intentando hacerse la fuerte.
Habían vendido la casa, finalmente; ahora sí que era definitivo, no volvería jamás a ver ese piano en el que había hecho escalas, con sus pequeñas manos. “Ojala esa gente sea más feliz allí”, pensó. Buscó la caja que llevaba guardando un año y sacó de ella el reloj de cuco de su abuelo; a ella le encantaba ver al autómata salir por la portezuela, piando. Buscó el lugar adecuado y colgó el reloj, que ya no funcionaba, de una pared, el rincón perfecto, que llevaba buscando desde que lo heredó.
Ahora quedaba por hacer lo más difícil, pasar página.
Apenas quedaban rastros de los días en los que su hermana y ella jugaban y se escondían en la habitación del piano, para sentarse en los sillones a mirar álbumes de fotos. Todo lo bueno había quedado sepultado por los gritos y las palabras gruesas, por la frialdad y la falta de cariño; la envidia les había robado a alguien que había sido muy querido, transformándole en un desconocido.
La última vez que vio la casa, antes de despedirse para siempre, lloró en silencio, a solas, en la habitación de sus abuelos. Se asomó por la ventana y contempló las vistas de la Casa de Campo y de la Sierra que siempre le habían gustado, y que sabía que echaría de menos, recogió los últimos objetos que quedaban y recorrió las habitaciones por última vez, despidiéndose de la niña que había sido, y que ya no volvería. Le dijo adiós con la mano a esa parte de ella que había muerto y vio con una indiferencia fingida cómo su madre cerraba la puerta con llave, intentando hacerse la fuerte.
Habían vendido la casa, finalmente; ahora sí que era definitivo, no volvería jamás a ver ese piano en el que había hecho escalas, con sus pequeñas manos. “Ojala esa gente sea más feliz allí”, pensó. Buscó la caja que llevaba guardando un año y sacó de ella el reloj de cuco de su abuelo; a ella le encantaba ver al autómata salir por la portezuela, piando. Buscó el lugar adecuado y colgó el reloj, que ya no funcionaba, de una pared, el rincón perfecto, que llevaba buscando desde que lo heredó.
Ahora quedaba por hacer lo más difícil, pasar página.
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