Resurrección (Relato)
El aire se colaba entre las
grietas de los muros, provocando un silbido siniestro que recorrió la estancia;
se trataba de un salón que había conocido tiempos mejores, muchos años atrás.
Los muebles estaban desvencijados y todavía conservaban los rastros de las
muchas generaciones que los había utilizado, desde que alguien los fabricó con
sus propias manos cuando comenzó a vivir en aquella casa. Las paredes
ennegrecidas, con fotografías en blanco y negro y sepia que observaban desde el
silencio de un tiempo muy lejano cómo se mantenían en pie a duras penas, con
los fantasmas de algo que ya no volvería.
El anciano caminó por el salón,
arrastrando los pies, hacia la ventana y contempló el amanecer que ya comenzaba
a recorrer con sus dedos anaranjados la montaña, el paisaje que le pertenecía a
él solo desde que no quedó nadie más en el pueblo. Unos se habían ido a la
ciudad, en busca de una vida más fácil, una prosperidad que no encontraban
allí, otros habían ido muriendo, quedándose para siempre allí, enterrados con
sus padres y abuelos. La montaña les había acogido como en un abrazo para no
soltarles nunca más.
El señor Arístides les había
envidiado porque después de ellos, había quedado siempre alguien para hacerse
cargo de todo, de hablar con los familiares que se habían ido a la ciudad, del
entierro, de cuidar de ese perro que se quedaba sin amo... ¿Quién se ocuparía
de eso cuando él muriera? Sus hijos vivían muy lejos y no lo sabrían hasta unos
días después, con suerte. Y solo quedaba confiar en que le dejaran allí, junto
a su difunta esposa, Juanita.
No quería alejarse de lo que
había sido su hogar desde que había nacido, en esa misma casa que había
construido su bisabuelo; todo estaba lleno de recuerdos de su vida, de sus
padres, del día en que su hermana se casó y partió a vivir muy lejos de allí
con su marido, del nacimiento de sus hijos, de las miradas, de los abrazos y
las lágrimas de tantas generaciones.
“Papá, ven a vivir con nosotros”,
le había dicho su hija cuando Juanita murió. “No, esta es mi casa y solo saldré
de ella con los pies por delante”, le había contestado él, con gesto huraño,
intentando aparentar una frialdad que no sentía. “Vuestra madre pensaba como
yo.” Sus hijos vieron enterrar su pasado y volvieron a la ciudad, sin saber cómo
tratarle, discutiendo sobre lo que debían hacer.
El sol había empezado a calentar
en esa mañana de invierno, en la que Arístides salió a pasear por la montaña,
como siempre, acompañado por su perro y su garrota, con la que iba removiendo
alguna piedra del camino; sabía que nevaría y que pronto tendría que dejar esos
paseos hasta que la nieve se derritiera. Contempló el valle y el riachuelo
colándose entre el terreno sinuoso, como una culebra que brillara bajo el sol
de la mañana.
Los árboles tenían las raíces cubiertas de musgo y las
piedras se habían vestido con los
colores del liquen; el suelo estaba húmedo y frío y él tenía el rostro y
las manos enrojecidas, pero parecía que eso no le preocupaba en absoluto.
Recordó el día que su padre le sacó por primera vez por el monte, con su perro
Canelo y le enseñó a buscar setas. Él se lo había enseñado también a sus hijos,
pero ya no les hacía falta donde vivían, porque solo tenían que entrar en un
supermercado y comprarlo.
Llamó a su perro y emprendió la
marcha de vuelta a casa, deleitándose con la visión de las crestas de las
montañas que se extendían ante sus ojos, con el sol haciendo vibrar, desde lo
alto, los colores de cada roca, de las copas de los árboles de los tejados de
su pueblo silencio y olvidado.
Sintió que debía volver ya y ser,
como cada día el guardián de los recuerdos de unos rostros ya invisibles, de
unas casas en ruinas, llorando piedras de sus muros. Alguien debía hacerlo,
recorrer sus calles cubiertas de malas hierbas que habían crecido entre los
adoquines, vigilar que la escuela seguía en pie, con los rostros invisibles de
los niños sonriéndole desde las ventanas de cristales rotos. Manolo, su amigo
de siempre no le habría perdonado nunca que no hubiera comprobado cada día que
su pequeño establo seguía allí, piedra sobre piedra.
Cuando el señor Arístides llegó a
su pueblo fantasma comenzó su recorrido diario por los lugares antes habitados
y su mente se llenó de recuerdos imborrables de esos rostros que se habían
cruzado con él cada día. “Manolo, tu maldito establo sigue en pie, y gracias a
mí, que te ayudé a construirlo”, dijo. Su perro correteaba delante de él,
moviendo el rabo y olisqueando el aire.
Dio una vuelta por todo el pueblo
y volvió a su casa, con las piernas doloridas y el rostro sereno; hacía mucho
que había dejado de limpiarse los ojos con el pañuelo y se decía a sí mismo que
un hombre como él no lloraba nunca.
Un sonido distinto le sobresaltó.
El perro se colocó frente a la puerta, ladrando, mientras Arístides intentaba
agudizar el oído para distinguirlo mejor. No había duda, ese zumbido era el de
un coche, parecido al de sus hijos, pero no era exactamente igual. ¿Se habrían
comprado uno nuevo? Abrió la puerta y
salió a mirar la carretera desde allí, como hacía siempre que ellos le
visitaban.
Definitivamente ese no era el
coche de siempre. No podía distinguir el rostro de quien lo conducía, pero medida que se aproximaba pudo ver que no era
ninguno de sus hijos; algún forastero, seguramente, alguien que se hubiera
perdido, o uno de esos periodistas que hacían programas sobre los pueblos
abandonados, que luego él no podía ver porque no tenía televisión. Ni la
quería.
Cuando el coche se detuvo, se
bajó de él un hombre joven, de unos treinta y tantos años, se aproximó a él y
le sonrió. En un primer momento, el señor Arístides le contempló con cara de
pocos amigos y permaneció inmóvil, mientras su perro se acercaba al desconocido
y le olisqueaba las manos, para reconocerle. El forastero le correspondió con una
caricia en el lomo y el animal le dejó acercarse al anciano.
“Hola, usted debe de ser el señor
Arístides”, dijo el joven, extendiendo una mano. “Soy yo, ¿para qué me busca?”,
contestó él, mirándole de arriba abajo.
“Usted era amigo de mi abuelo, por lo que me ha contado mi padre.” El
anciano contempló el rostro y buscó en las facciones el parecido con alguien
del pueblo, mientras el hombre buscaba algo en un bolsillo.
De pronto se encontró con un
retrato de Manolo, su amigo de correrías desde pequeños, con el rostro serio y
en blanco y negro de la foto que le hicieron el día que se casó con Catalina,
la guapa del pueblo. “Entonces tú eres hijo de Manolín...”, dijo, sonriendo
finalmente. El joven le devolvió el gesto y volvió a guardarse el retrato como
un tesoro y le dio un apretón de manos al anciano.
Mirándole, reconoció los ojos
grandes del hijo de Manolo y Catalina, el pelo igual de rizado y negro, aunque
rasgos propios le recordaron que no era Manolo de joven, ni siquiera su hijo,
el que se hizo médico y se fue a vivir a la capital. Le invitó a pasar a su
casa; hacía frío y colocó un tronco en la chimenea para caldear la estancia.
Sentados en sendos sillones,
frente a frente, los dos hombres conversaron sobre la familia del más joven,
después de que el señor Arístides le narrara las correrías de su abuelo y él
cuando eran dos pilluelos. “Cuántos recuerdos me traes, mozo”, repetía el
anciano, sonriendo con el rostro iluminado por el fuego.
Le dio de cenar unas gachas que
había preparado y continuó hablándole de cómo Catalina y Manolo se casaron el
mismo día que él y Juanita, y cómo fueron viendo a sus hijos crecer.
“Señor, he venido para
quedarme en la casa de mis abuelos. No tengo dónde vivir y no me gusta la
ciudad”, dijo el hombre, con un vaso de aguardiente en la mano. “Pero hijo, la
casa hay que arreglarla, porque está entera, pero no está como cuando ellos
vivían”, contestó el anciano. “No me importa tardar en arreglarla, iré poco a
poco, hasta dejarla como quiero.”
El anciano sopesó la idea
cuidadosamente, bajo la mirada del joven. “Sé que es la casa de mis abuelos,
pero preferiría que usted estuviera de acuerdo, si le parece bien...” El perro
dormía frente a la chimenea, confiado, mientras su dueño y su invitado permanecían en silencio durante unos
segundos.
“Entonces de acuerdo, mozo, yo no
te impediré vivir en esa casa, siempre que la trates bien y seas un hombre de
bien, como lo fue tu abuelo.” Los dos se estrecharon la mano antes de que se
consumiera el fuego de la chimenea y se fueran a dormir. “Mozo, esta noche te
quedarás a dormir aquí, que hace mucho frío.”
Cuando el señor Arístides apagó
la lamparilla de su habitación, se quedó boca arriba, con los ojos abiertos en
la oscuridad. “Juanita, no sabes quién ha venido al pueblo..., el hijo de
Manolín. Dice que quiere vivir aquí y arreglar la casa, que es un escritor de
esos que quieren estar en el campo. A mí me parece bien.” Le contestó un
silencio sepulcral solo roto por el crujir de los muelles de la cama cuando se
movió para dormir de lado. Cuando se durmió soñó con Juanita y sus hijos, y con
Manolo y su establo, con Catalina y su hijo Manolín caminando hacia la escuela.
Amalia N. Sánchez Valle
Recupero este relato que escribí en 2008 y que no llegué a subir al blog.
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