Duendecilla
Estoy muda, con un nudo en la garganta, con el alma en vilo…
La contemplo en silencio y me pierdo en sus ojos verdes, mientras la acaricio.
Llevo acariciándola quince años, desde aquel día que la recogí de la carretera.
Sus ojos, tan grandes, en una carita preciosa, me miraban con miedo cuando la
recogí. Desde ese momento, me enamoré de sus maullidos y de su hocico blanco. Una
duendecilla gris, que desde el principio ha querido estar a mi lado; metida en
el bolsillo de mi bata, recorría conmigo la casa y me contemplaba, mientras yo
escribía, en el ordenador. Mis relatos iban surgiendo de mi imaginación, ante
la atenta mirada de mi gata, de ojos verdes infinitos.
Ver crecer a un ángel así, junto a mí, correteando por el
pasillo, a pesar de su cojera, sentir su calor, tumbada a mi lado, y
acariciarla durante horas, sin cansarme, con su ronroneo adorable y relajante, ha
hecho mi vida mucho más feliz. Mi duendecilla, maullando para que la coja en
brazos, por las mañanas, mientras desayuno, cerrando los ojos en señal de
cariño, mientras yo le acaricio la cabecita, o acompañándome en mis vídeos,
mientras canto, para mantener el recuerdo de ese enorme cariño, por muchos años
que pasen… Porque ella está conmigo todo el tiempo, desde ese día en el que el
destino la puso en mi camino, herida, vulnerable, asustada, en aquella
carretera. Su mirada, cargada de un cariño incondicional, se mete en mi alma y
me hipnotiza. Quiero protegerla, cogerla en brazos y no soltarla nunca… Que
este ser lleno de amor incondicional no se vaya, dejándome en la más absoluta
desolación. Quiero seguir escuchando sus pasitos por la noche, antes de subirse
encima de la cama, para acompañarme mientras duermo. Porque ella vela mi sueño,
aleja de mí los demonios y se hace una rosca, a mi lado.
Mi niña, mi duendecilla, quédate siempre a mi lado.
Amalia N. Sánchez Valle
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