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martes, 7 de julio de 2020

Ennio Morricone: El hombre que dominaba el viento

El viento, siempre el viento... Aquel niño romano que aprendió a tocar la trompeta y soñaba con componer música, jamás habría imaginado que iba a definir cómo debía sonar un duelo de miradas en un spaguetti western, y que conseguiría que incluso los no aficionados a ese género cinematográfico quisieran escuchar una y otra vez esa descripción hecha por él de un momento dramático, con el sonido de la trompeta cortando el aire de aquella escena. Y mientras el ritmo de la música se aceleraba, la cámara enfocaba la mirada de Clint Eastwood, luego la de Eli Wallach y la de Lee Van Cleef, y vuelta a empezar... La cámara parecía seguir el ritmo marcado por la trompeta, girando una y otra vez, de forma vertiginosa, hasta culminar con un disparo. La voz del viento, a través del metal de la trompeta era el personaje invisible en ese duelo.






Ese maestro no podía imaginar la legión de admiradores que crecimos con su música, escuchando el viento con los sonidos que él creaba en su mente, traducidos en partituras. Yo tenía ocho años cuando descubrí que Marco Polo, saliendo desde Venecia, viajó al Extremo Oriente, con su padre y su tío. Y ese descubrimiento iba acompañado del sonido de la flauta, que con su voz delicada contaba una historia de amor, arropada por los coros y las cuerdas, que sublimaban la música de aquella banda sonora con la que crecí, que después pasaba a las percusiones, y volvía con las cuerdas y el viento, siempre el viento. Fagots, trompetas (siempre presentes), coros... Porque la voz humana no deja de ser otra manifestación del viento que él amaba. Coros que tocaban mi fibra sensible de precoz melómana y que yo soñaba con imitar, con mi voz de niña.






Mi viaje no terminó allí, porque siempre volvía a Marco Polo, una y otra vez, en tardes solitarias, de adolescente tímida, con aquel vinilo que compraron mis padres, como una joya, mientras leía. Poco a poco aprendí a descubrirle en cada banda sonora que acompañaba a una película. Reconocía sus claves, su admiración por la voz y por los instrumentos de viento, acompañados por los de cuerda, que en algunas ocasiones iban ganando más importancia. Unos niños de los bajos fondos, que crecen conviertiéndose en mafiosos, un amor lleno de candor, que con los años se torna en asco y desprecio, con el rostro de Deborah frente al espejo, mientras Noodles la contempla y sabe que todo es culpa suya...  






Y el viento, una vez más, convertido en la flauta, la trompeta, la armónica, el oboe, el saxofón, las trompas, acompañadas de una delicada melodía de una caja de música, que nos llevan por una historia de persecución del incansable Eliot Ness, en defensa de la Ley Seca. Una historia de amistad, de determinación y de pérdida, que a la vez me evoca la energía  de unos hombres dispuestos a luchar hasta el final y me emociona...







Y de aquí, a la apoteosis del viento en todas sus manifestaciones, en una banda sonora que lleva los coros a un nivel superior, junto al fagot, la flauta, el oboe, que tiene su pieza clave... Un escalofrío recorre mi piel cuando la escucho, y recuerdo las veces que la escuché en casa de mis padres. Todos los instrumentos, en una partitura grandiosa y que inexplicablemente no ganó el Oscar. Cazurros... 





Nunca dejaré de escuchar la música de Ennio Morricone, por muchos años que pasen y ya esté en compañía de otros genios que nos dejaron antes que él. Nunca podré escuchar un coro de sus bandas sonoras sin intentar cantar, ni podré dejar de admirar a esos músicos que se enfrentan a los instrumentos de viento, con valentía y pasión, como hizo él, siendo un niño. Un soñador que me ha acompañado toda mi vida de cinéfila, en los buenos y en los malos momentos, en los enamoramientos, en las rupturas, en el paso de los años, desde la infancia hasta ahora, que evoco el descubrimiento de su música, en la forma en la que dominaba los instrumentos de viento, como buen trompetista. Como un genio que creció sin imaginar que a día de hoy, al conocer su muerte, muchos nos hemos sentido tristes y huérfanos de esa maestría, por mucho que quede su obra, porque ya no nos volverá a regalar una obra maestra más... Somos como aquel niño, Salvatore, que crece en un pueblo en el que todo su mundo es el cine, y por mucho que hayamos crecido, siempre, siempre, estarán las películas que nos enamoraron, y la música creada por Ennio Morricone, el hombre que dominaba el viento... Hasta siempre, maestro, su música jamás morirá, y permanecerá en nuestra memoria, emocionándonos, sacándonos una sonrisa o una lágrima por una historia de amor frustrado, como en Cinema Paradiso. 







Amalia N. Sánchez Valle